Luciano disfrutaba pasar los días sentado en la puerta de su casa; tomar
mate y perderse primero en el paisaje, luego en los infinitos senderos de su
mente, abarrotada de historias como una vieja biblioteca. Escasamente se levantaba
de la silla para responder a los reclamos del cuerpo, en especial a los de su
oxidada vejiga, o para dar comida y agua a los animales de la granja.
Aquella mañana se había detenido a ver el techo de su derruido hogar, había
pensado en Ana y en la pulpería de Ingeniero Jacobacci; recordó incluso tiempos
en los que la estación de tren se llenaba de gallinas, vendedores e historias
fascinantes de dinosaurios y otros delirios de gringos exploradores. Aunque solía
contemplarlas desde distintos ángulos, ninguna de estas cuestiones lo dejaban sin dormir.
No cuidaba su nido porque creía -a los noventa y tres años con justa
razón- que la muerte lo acechaba. Por eso tampoco veía el sentido de revolver cualquier
pasado que le hiciera doler aún más el pecho, aún más las manos.
Se acercaba el vecino Juan Cruz caminando por el sendero de polvo que
llegaba hasta la puerta de su casa. Cruzó la tranquera con paso firme. Aún estaba
a cien metros de Luciano quien levantó una mano a modo de bienvenida.
-Viejito, se nos viene la lluvia - dijo Juan Cruz, mientras señalaba un
punto donde, a través de las montañas, comenzaba a filtrarse una oscura
tormenta.
El vecino tenía cuarenta y dos años, mujer, cinco hijos y aún podía
trabajar. Solía quejarse con su amigo de todo aquello que conformaba su vida,
pero el anciano sabía que Juan Cruz era en verdad una persona feliz.
-Mejor para esta tierra seca- respondió Luciano.
-Quizás, pero no para tu casa. ¿Por qué no tapás de una vez los agujeros
del techo y te ahorrás un mal rato?- le recriminó amistosamente el visitante.
Pero Luciano, que no quería ocuparse de ello y lamentaba haber puesto a
su amigo al tanto del asunto, se limitó a sonreír. El recién llegado no insistió
con el tema.
Juan Cruz venía a pedir prestado un poco de yerba. Aún no eran las cinco
y el almacén permanecía cerrado. Luciano le convidó del mate que él mismo
estaba tomando y, luego, le señaló el escaparate donde almacenada en un frasco,
reposaba la yerba.
Una vez que Juan Cruz se hubo retirado, luego de dar las acostumbradas
bendiciones, Luciano siguió contemplando con calma el frente oscuro de la
tormenta que, amenazadora, comenzaba a acercarse y a ensombrecer el paisaje. Al
hombre le generaban fascinación las formas que las nubes iban tomando y cómo, a
su antojo, el viento dibujaba rostros que el anciano creía de antiguos mapuches,
o tal vez de santos. Observó también al General, enorme y bueno como Luciano lo
recordaba de las revistas, y a Ana, la única mujer que había podido florecer
en aquella árida Patagonia. Las nubes venían cargadas de recuerdos.
El gusto al primer beso se le mezcló de modo inesperado con la humedad del ambiente. Una gota cayó sobre la pava que Luciano tenía a sus pies y el tintineo del metal se mezcló con los aplausos que comenzaba a elevar la tierra al recibir una gota aquí y otra allá. Golpes de palmas; como los del teatro al que Luciano había ido apenas dos veces. Recordaba los vestidos, las luces, los hombres distinguidos de la ciudad y sus trajes. El anciano recogió su silla, la pava y el mate: se movía lento, contrario al goteo de la lluvia que aumentaba progresivamente su ritmo. Entró al hogar y cerró la puerta tras de sí.
Los labios arrugados de Luciano volvieron a acercarse a la bombilla de
metal y dieron un profundo sorbo. Sintió la serena amargura de la infusión,
sonrió levemente y acomodó el pañuelo en su garganta; comenzaba a hacer cada
vez más frío.
Por las paredes circulaba el agua como un río vertical, cada vez más
caudaloso; como los recuerdos, como los fantasmas, como la marea de gente entrando
y saliendo de los vagones de aquel pasado remoto. Vio caer la primera gota
dentro de su rancho: Ana cayendo a sus pies un alegre febrero. Vio el agua que
comenzaba a acumularse en el piso, el padre cayéndole furioso a la madre, ebrio,
un domingo.
Un charco.
El padre llorándole a ambos, el perdón necesario de un niño y una mujer;
las tres almas que se saben solas.
El agua, como hacía con el viejo ahora, había mojado en otro tiempo las
mejillas de un joven Luciano, que, entonces, había adorado profundamente a Ana.
Mientras la besaba una tarde -la lluvia caía sobre sus cuerpos, y reían-
prometió cuidarla, darle un hogar, seguridad, cobijo. Esa misma Ana, años más
tarde, le negaría para siempre todo perdón, le gritaría hijo de puta no te
quiero ver más y, luego, la misma Ana, subiría sin mirar atrás a un tren cuya locomotora
se abriría con fuerza y desengaño a través del desierto, secando a su paso la
tierra y elevándola en polvaredas; partiendo furiosa la Patagonia en dos.
Luciano -el viejo- bebía mate en su rancho mojado. Se sacó sus botas y
estiró sus piernas. Como si se tratase del juego de un niño, metió sus dedos en
la laguna que comenzaba a formarse en la casa, y chapoteó sus pies en ella.